class="contentpane"> Antes de Nueva York
Lunes, 26 de Octubre de 2009 17:41
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Por Peter Miller
Si crees que en la actualidad es una ciudad salvaje, deberías haberla visto en 1609.  FOLEY SQUARE El Collect Pond sustentaba a los pobladores lenapes antes de convertirse en el principal suministro de agua dulce para los colonizadores. El estanque quedó enterrado debajo de barriadas, demolidas después para construir la plaza. Foto de Robert Clark.

¿Qué vio Henry Hudson al contemplar Manhattan por primera vez en 1609?
De todos quienes visitaron la ciudad de Nueva York en años recientes, el forastero más sorprendente fue un castor llamado José. Nadie sabe exactamente de dónde vino. Se conjetura que descendió a nado por el río Bronx desde la zona suburbana del condado de Westchester, en el norte. Simplemente apareció una mañana invernal de 2007 en una ribera del Zoológico del Bronx, donde royó algunos sauces y construyó una madriguera.
“Si me hubieran preguntado entonces cuáles eran las probabilidades de que hubiera un castor en el Bronx, habría dicho que nulas –dice Eric Sanderson, ecólogo de Wildlife Conservation Society (WCS), con sede en el Zoológico del Bronx–. No ha habido un castor en la ciudad de Nueva York en más de 200 años”.


A principios del siglo XVIII, cuando la ciudad era el poblado holandés de Nueva Ámsterdam, los castores fueron muy cazados por sus pieles, que en esa época estaban de moda en Europa. El comercio de pieles creció para convertirse en un negocio tan lucrativo que un par de castores se ganó un lugar en el sello oficial de la ciudad, donde permanecen hoy día. Los animales verdaderos desaparecieron. Por ello, Sanderson se mostró escéptico cuando Stephen Sautner, compañero empleado de WCS, le informó que había visto indicios de un castor durante una caminata por el río. Quizá sólo sea una rata almizclera, pensó Sanderson. Estas ratas toleran mejor las tensiones de la vida urbana. Sin embargo, cuando Sautner y él treparon una malla metálica que separa el río de uno de los estacionamientos del zoológico, hallaron la madriguera de José justo donde Sautner lo había indicado. Cuando volvieron, un par de semanas más tarde, se toparon con el mismísimo José.


“Oscurecía –dice Sanderson–. Estábamos sobre la ribera charlando, cuando de pronto vimos el castor. Nadó hasta nosotros y luego empezó a describir círculos en el río. Retrocedimos ligeramente y emitió con la cola la típica alarma de un castor: ¡pas, pas! contra el agua”.  El regreso del castor a la Gran Manzana fue aclamado como una victoria por los conservacionistas y voluntarios que pasaron más de tres decenios restituyendo la salud del río Bronx, otrora tiradero de autos abandonados y basura. José fue bautizado en honor de José E. Serrano, congresista del Bronx quien consiguió más de 15 millones de dólares en fondos federales para apoyar la recuperación del río durante los últimos años.


Para Sanderson, la historia de José significaba algo más. Durante casi un decenio ha encabezado un proyecto en WCS cuyo objetivo es imaginar el aspecto que habría tenido la isla de Manhattan antes de que se desarrollara la ciudad. El Proyecto Mannahatta, como se llama (por el nombre con el que el pueblo lenape bautizó la “isla de las muchas colinas”), es una labor que permite retrasar el reloj a la tarde del 12 de septiembre de 1609, justo antes de que Henry Hudson y su tripulación se embarcaran hacia la bahía de Nueva York y avistaran la isla. “Quería enamorarme del paisaje original de Nueva York –señala–. Quería mostrar cuán grandioso puede ser el funcionamiento de la naturaleza, con todas sus piezas, en un lugar donde las personas normalmente no piensan que haya nada de naturaleza”.


Mucho antes de que sus colinas fueran aplanadas con excavadoras, y sus humedales cubiertos con asfalto, Manhattan era un extraordinario paraje silvestre de altísimos castaños, robles y nogales americanos, de marismas y pastizales con pavos, ciervos y osos negros americanos: “Una tierra de lo más agradable sobre la cual andar”, informaba Hudson. Había playas arenosas en tramos ubicados a lo largo de ambas costas de la angosta isla de 21 kilómetros de longitud, donde los lenapes se daban festines de almejas y ostras. Más de 105 kilómetros de corrientes fluían por Manhattan y la mayoría daba cobijo a un castor o dos.


“Hoy sería difícil imaginarlo, pero hace 400 años había un pantano con arces rojos aquí en Times Square”, comentó no hace mucho, mientras esperaba para cruzar la Séptima Avenida. Seguía en su mente un sendero a lo largo de un arroyo cenagoso que desapareció bajo la entrada del Hotel Marriott Marquis, en la esquina de Broadway y la calle 46 Oeste. “Justo allá había un estanque de castores –dijo al momento en que un autobús pasaba al lado haciendo un estruendo–. No habría sido un buen lugar para ciervos, patos arcoiris y todos los demás animales asociados con arroyos. Probablemente sí para truchas de arroyo, así como anguilas, lucios listados y percas sol. Habría sido mucho más silencioso, desde luego, aunque hoy no está tan mal”.  Sanderson concibió el Proyecto Mannahatta una tarde de 1999, después de comprar un libro ilustrado de gran formato con mapas históricos de la ciudad. “El paisaje de Manhattan está tan transformado que lo pone a uno a pensar qué había aquí antes –dice–. En esta ciudad hay sitios desde los que no se puede ver otro ser vivo, salvo a una persona o quizá un perro. Ningún árbol, ninguna planta. ¿Cómo llegó a ser así?”.


Un mapa en especial captó su atención: un hermoso grabado a colores de 1782 o 1783 que mostraba colinas, arroyos y pantanos, así como caminos, huertos y granjas de toda la isla, algo que no figura en ningún otro mapa de la época. De más de tres metros de largo por uno de ancho, fue elaborado por cartógrafos militares británicos en la época de la ocupación de Nueva York, que duró ocho años durante la guerra de independencia de Estados Unidos. Más tarde sería llamado “Mapa del cuartel general británico”: mostraba la topografía de la isla con detalle extraordinario, ya que los oficiales británicos necesitaban esa información a fin de planificar su defensa de Manhattan. El mapa representaba para Sanderson una oportunidad singular de quitar los rascacielos y el asfalto de la ciudad y observar, por lo menos en parte, el paisaje original de la isla.


¿Qué sucedería, se preguntaba, si colocara una cuadrícula de las calles de la ciudad actual sobre esta representación del siglo XVIII? ¿Se alinearía algo? Para averiguarlo, visitó lugares que figuraban en el mapa y que seguían existiendo. La iglesia de La Trinidad, ubicada en el sur de Manhattan, por ejemplo, fue fundada a fines del siglo XVII. Dado que el cementerio puede ubicarse tanto en el “Mapa del cuartel general británico” como en la actual cuadrícula de las calles, Sanderson logró colocar un alfiler virtual, por así decirlo, en los dos mapas mediante una lectura de GPS en el sitio y superponiéndola en una versión digitalizada del mapa antiguo. Después de repetir este proceso en unos 200 lugares, colocando un alfiler tras otro, él y su equipo lograron relacionar el “Mapa del cuartel general británico” con el actual de las calles de la ciudad, con una exactitud de media cuadra en dirección norte-sur, es decir, aproximadamente 40 metros. Sanderson podía ahora situarse en cualquier punto de Manhattan e imaginar, más o menos, lo que había estado ahí en 1782.


Por ejemplo, el suave ascenso de la Quinta Avenida al pasar frente a la Biblioteca Pública de Nueva York. “Existe una razón por la que podemos pararnos en la acera aquí y observar la morra de las personas que están a unas cuantas cuadras –menciona Sanderson–. Este lugar estaba cerca de la cresta de Murray Hill, donde la familia Murray tenía una granja y un huerto en 1782”.  Pese a lo fascinante que es el “Mapa del cuartel general británico”, Sanderson no quería detener su máquina del tiempo en 1782. Quería llegar hasta 1609. Así, él y sus colegas quitaron del mapa todo lo que habían añadido los colonizadores y los soldados (como caminos, granjas y fortificaciones) hasta que redujeron su versión digitalizada del mapa a los elementos fundamentales del paisaje físico: costa, colinas, acantilados, tipo de suelo, arroyos y estanques. Como ecologista del paisaje, Sanderson estaba acostumbrado a desmantelar conceptualmente parajes silvestres para entender cómo funcionaban, separando un bosque húmedo de Gabón, por ejemplo, en capas geológicas, hidrológicas y culturales. Ahora él y sus colegas se dispusieron a construir un paisaje de abajo hacia arriba, empezando por el terreno y llenándolo con todas las plantas y los animales que probablemente vivieron ahí.


Comenzaron por enumerar los distintos ecosistemas que podían suponer, sin temor a equivocarse, que existieron en la isla, como bosques primarios, humedales o llanuras tomando como base los tipos de suelo, precipitación, etcétera. Dado que se ubica en una intersección de regiones geográficas, Manhattan quizá tenía no sólo píceas de los bosques del norte, sino también magnolias de los bosques del sur, aves migratorias provenientes de rutas de vuelo cercanas e incluso peces tropicales procedentes de la corriente del Golfo que llegaban en el verano. En total, identificaron 55 comunidades ecológicas distintas. “Era un lugar con una diversidad increíble –afirma Sanderson–. Si la isla hubiera permanecido como estaba entonces, se habría convertido en un parque nacional como Yosemite o Yellowstone”. 


Después de identificar los ecosistemas de la isla, podían incluir la vida silvestre. Pero, ¿qué animales vivían en dónde? Para ser lo más preciso posible, el grupo de Sanderson llevó su investigación un paso más allá. Determinaron para cada especie requisitos esenciales para su hábitat. Una tortuga de pantano, por ejemplo, necesitaba una pradera húmeda, insectos y un lugar soleado donde calentarse, mientras un lince necesitaba conejos y un cubil donde criar a sus cachorros. “Nos preguntábamos una y otra vez qué necesita esto”, señala Sanderson. Posteriormente compilaron una lista para cada especie. A medida que formaban su base de datos, descubrieron una densa red de relaciones entre especies, hábitats y ecosistemas en la isla. Sanderson llamó a esta red Muir, en honor del naturalista estadounidense John Muir, quien alguna vez observó que “cuando tratamos de elegir algo por sí solo encontramos que está fuertemente ligado, por mil cuerdas invisibles que no pueden romperse, a todo en el universo”. En cierto sentido, Sanderson y su equipo intentaban hacer visibles esos millares de cuerdas.


Considera un castor que vivía en Times Square en 1609. Si lo levantaras por el cuello y lo sacaras de la red, hallarías cables que lo conectarían con un arroyo que serpenteaba lentamente, con los álamos temblones que roía y el lodo y las ramas que utilizaba para construir una madriguera. No sólo eso, también hallarías cables hacia linces, osos y lobos que dependen de él como presa, y hacia las ranas, peces y plantas acuáticas que vivían en el estanque que él ayudó a crear. “Resulta que el castor es un arquitecto del paisaje, igual que las personas –manifiesta Sanderson–. Haría falta para anegar el bosque, lo cual mata a los árboles que atraen a los pájaros carpinteros que excavan las cavidades que los patos arcoiris usan como refugio”. Sacar a un castor de la red perturba a muchísimos otros residentes, lo cual demuestra cuán importante resulta considerar un ecosistema como una red.


Cuando Sanderson y su equipo terminaron de compilar su base de datos, armaron una de las más detalladas reconstrucciones científicas de un paisaje que se haya intentado jamás; identificaron alrededor de 1 300 especies y por lo menos 8 000 relaciones que las vinculaban entre sí y con sus hábitats. Sin embargo, los mismos métodos que crearon un retrato de Mannahatta podían aplicarse a los parajes silvestres actuales, como la región del Gran Yellowstone, el bosque congolés o las estepas orientales de Mongolia. Si los científicos cuentan con un modelo de cómo interactúan un paisaje y las especies, pueden predecir mejor las repercusiones del cambio climático, la caza u otros factores de perturbación.


Para el Proyecto Mannahattan el siguiente paso era convertir todos estos datos en escenas realistas en tercera dimensión, como la que se puede ver en la parte superior de la página 68. Desde un principio, el objetivo de Sanderson había sido mostrar qué aspecto tenía cualquier punto de la ciudad actual, digamos, el puesto de taxis de la Séptima Avenida frente al Madison Square Garden hace unos 400 años (eran marismas situadas en el extremo de un bosque). Para lograr que sucediera, Markley Boyer, especialista en visualización, utilizó un programa para crear modelos en tercera dimensión para poblar cada escena creada digitalmente, manzana por manzana, con la combinación adecuada de robles, nogales americanos, arroyos, estanques y marismas de acuerdo con la base de datos de la red Muir. “Básicamente estamos utilizando el mismo tipo de software que se suele emplear en Hollywood para crear ejércitos digitales que marchan atravesando una planicie –especifica Boyer–, sólo que estamos generando miles de árboles en la proporción indicada para cada tipo de bosque”. Quienes visitan el sitio themannahattaproject.org pueden probar la máquina del tiempo al teclear cualquier dirección de Manhattan para ver qué aspecto tenía la manzana en ese tiempo remoto.


Este mes los neoyorquinos celebran el aniversario 400 de la visita de Hudson, y Sanderson espera que su proyecto –que ha crecido hasta incluir a más de 50 historiadores, arqueólogos, geógrafos, botánicos, zoólogos, ilustradores y especialistas en conservación de WCS y otras instituciones– estimule una nueva curiosidad sobre lo que existía en Manhattan antes de la llegada del explorador. “Me gustaría que todo neoyorquino supiera que vive en un lugar que tenía un ecosistema fabuloso –dice–. Que Nueva York no es sólo un lugar con arte, música, cultura y comunicaciones extraordinarios, sino un lugar con sorprendentes posibilidades naturales, aun cuando aquí debemos mirar con un poquito más de atención”.

Antes de Nueva York

Lunes, 26 de Octubre de 2009 17:41
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Por Peter Miller
Si crees que en la actualidad es una ciudad salvaje, deberías haberla visto en 1609.  FOLEY SQUARE El Collect Pond sustentaba a los pobladores lenapes antes de convertirse en el principal suministro de agua dulce para los colonizadores. El estanque quedó enterrado debajo de barriadas, demolidas después para construir la plaza. Foto de Robert Clark.

¿Qué vio Henry Hudson al contemplar Manhattan por primera vez en 1609?
De todos quienes visitaron la ciudad de Nueva York en años recientes, el forastero más sorprendente fue un castor llamado José. Nadie sabe exactamente de dónde vino. Se conjetura que descendió a nado por el río Bronx desde la zona suburbana del condado de Westchester, en el norte. Simplemente apareció una mañana invernal de 2007 en una ribera del Zoológico del Bronx, donde royó algunos sauces y construyó una madriguera.
“Si me hubieran preguntado entonces cuáles eran las probabilidades de que hubiera un castor en el Bronx, habría dicho que nulas –dice Eric Sanderson, ecólogo de Wildlife Conservation Society (WCS), con sede en el Zoológico del Bronx–. No ha habido un castor en la ciudad de Nueva York en más de 200 años”.


A principios del siglo XVIII, cuando la ciudad era el poblado holandés de Nueva Ámsterdam, los castores fueron muy cazados por sus pieles, que en esa época estaban de moda en Europa. El comercio de pieles creció para convertirse en un negocio tan lucrativo que un par de castores se ganó un lugar en el sello oficial de la ciudad, donde permanecen hoy día. Los animales verdaderos desaparecieron. Por ello, Sanderson se mostró escéptico cuando Stephen Sautner, compañero empleado de WCS, le informó que había visto indicios de un castor durante una caminata por el río. Quizá sólo sea una rata almizclera, pensó Sanderson. Estas ratas toleran mejor las tensiones de la vida urbana. Sin embargo, cuando Sautner y él treparon una malla metálica que separa el río de uno de los estacionamientos del zoológico, hallaron la madriguera de José justo donde Sautner lo había indicado. Cuando volvieron, un par de semanas más tarde, se toparon con el mismísimo José.


“Oscurecía –dice Sanderson–. Estábamos sobre la ribera charlando, cuando de pronto vimos el castor. Nadó hasta nosotros y luego empezó a describir círculos en el río. Retrocedimos ligeramente y emitió con la cola la típica alarma de un castor: ¡pas, pas! contra el agua”.  El regreso del castor a la Gran Manzana fue aclamado como una victoria por los conservacionistas y voluntarios que pasaron más de tres decenios restituyendo la salud del río Bronx, otrora tiradero de autos abandonados y basura. José fue bautizado en honor de José E. Serrano, congresista del Bronx quien consiguió más de 15 millones de dólares en fondos federales para apoyar la recuperación del río durante los últimos años.


Para Sanderson, la historia de José significaba algo más. Durante casi un decenio ha encabezado un proyecto en WCS cuyo objetivo es imaginar el aspecto que habría tenido la isla de Manhattan antes de que se desarrollara la ciudad. El Proyecto Mannahatta, como se llama (por el nombre con el que el pueblo lenape bautizó la “isla de las muchas colinas”), es una labor que permite retrasar el reloj a la tarde del 12 de septiembre de 1609, justo antes de que Henry Hudson y su tripulación se embarcaran hacia la bahía de Nueva York y avistaran la isla. “Quería enamorarme del paisaje original de Nueva York –señala–. Quería mostrar cuán grandioso puede ser el funcionamiento de la naturaleza, con todas sus piezas, en un lugar donde las personas normalmente no piensan que haya nada de naturaleza”.


Mucho antes de que sus colinas fueran aplanadas con excavadoras, y sus humedales cubiertos con asfalto, Manhattan era un extraordinario paraje silvestre de altísimos castaños, robles y nogales americanos, de marismas y pastizales con pavos, ciervos y osos negros americanos: “Una tierra de lo más agradable sobre la cual andar”, informaba Hudson. Había playas arenosas en tramos ubicados a lo largo de ambas costas de la angosta isla de 21 kilómetros de longitud, donde los lenapes se daban festines de almejas y ostras. Más de 105 kilómetros de corrientes fluían por Manhattan y la mayoría daba cobijo a un castor o dos.


“Hoy sería difícil imaginarlo, pero hace 400 años había un pantano con arces rojos aquí en Times Square”, comentó no hace mucho, mientras esperaba para cruzar la Séptima Avenida. Seguía en su mente un sendero a lo largo de un arroyo cenagoso que desapareció bajo la entrada del Hotel Marriott Marquis, en la esquina de Broadway y la calle 46 Oeste. “Justo allá había un estanque de castores –dijo al momento en que un autobús pasaba al lado haciendo un estruendo–. No habría sido un buen lugar para ciervos, patos arcoiris y todos los demás animales asociados con arroyos. Probablemente sí para truchas de arroyo, así como anguilas, lucios listados y percas sol. Habría sido mucho más silencioso, desde luego, aunque hoy no está tan mal”.  Sanderson concibió el Proyecto Mannahatta una tarde de 1999, después de comprar un libro ilustrado de gran formato con mapas históricos de la ciudad. “El paisaje de Manhattan está tan transformado que lo pone a uno a pensar qué había aquí antes –dice–. En esta ciudad hay sitios desde los que no se puede ver otro ser vivo, salvo a una persona o quizá un perro. Ningún árbol, ninguna planta. ¿Cómo llegó a ser así?”.


Un mapa en especial captó su atención: un hermoso grabado a colores de 1782 o 1783 que mostraba colinas, arroyos y pantanos, así como caminos, huertos y granjas de toda la isla, algo que no figura en ningún otro mapa de la época. De más de tres metros de largo por uno de ancho, fue elaborado por cartógrafos militares británicos en la época de la ocupación de Nueva York, que duró ocho años durante la guerra de independencia de Estados Unidos. Más tarde sería llamado “Mapa del cuartel general británico”: mostraba la topografía de la isla con detalle extraordinario, ya que los oficiales británicos necesitaban esa información a fin de planificar su defensa de Manhattan. El mapa representaba para Sanderson una oportunidad singular de quitar los rascacielos y el asfalto de la ciudad y observar, por lo menos en parte, el paisaje original de la isla.


¿Qué sucedería, se preguntaba, si colocara una cuadrícula de las calles de la ciudad actual sobre esta representación del siglo XVIII? ¿Se alinearía algo? Para averiguarlo, visitó lugares que figuraban en el mapa y que seguían existiendo. La iglesia de La Trinidad, ubicada en el sur de Manhattan, por ejemplo, fue fundada a fines del siglo XVII. Dado que el cementerio puede ubicarse tanto en el “Mapa del cuartel general británico” como en la actual cuadrícula de las calles, Sanderson logró colocar un alfiler virtual, por así decirlo, en los dos mapas mediante una lectura de GPS en el sitio y superponiéndola en una versión digitalizada del mapa antiguo. Después de repetir este proceso en unos 200 lugares, colocando un alfiler tras otro, él y su equipo lograron relacionar el “Mapa del cuartel general británico” con el actual de las calles de la ciudad, con una exactitud de media cuadra en dirección norte-sur, es decir, aproximadamente 40 metros. Sanderson podía ahora situarse en cualquier punto de Manhattan e imaginar, más o menos, lo que había estado ahí en 1782.


Por ejemplo, el suave ascenso de la Quinta Avenida al pasar frente a la Biblioteca Pública de Nueva York. “Existe una razón por la que podemos pararnos en la acera aquí y observar la morra de las personas que están a unas cuantas cuadras –menciona Sanderson–. Este lugar estaba cerca de la cresta de Murray Hill, donde la familia Murray tenía una granja y un huerto en 1782”.  Pese a lo fascinante que es el “Mapa del cuartel general británico”, Sanderson no quería detener su máquina del tiempo en 1782. Quería llegar hasta 1609. Así, él y sus colegas quitaron del mapa todo lo que habían añadido los colonizadores y los soldados (como caminos, granjas y fortificaciones) hasta que redujeron su versión digitalizada del mapa a los elementos fundamentales del paisaje físico: costa, colinas, acantilados, tipo de suelo, arroyos y estanques. Como ecologista del paisaje, Sanderson estaba acostumbrado a desmantelar conceptualmente parajes silvestres para entender cómo funcionaban, separando un bosque húmedo de Gabón, por ejemplo, en capas geológicas, hidrológicas y culturales. Ahora él y sus colegas se dispusieron a construir un paisaje de abajo hacia arriba, empezando por el terreno y llenándolo con todas las plantas y los animales que probablemente vivieron ahí.


Comenzaron por enumerar los distintos ecosistemas que podían suponer, sin temor a equivocarse, que existieron en la isla, como bosques primarios, humedales o llanuras tomando como base los tipos de suelo, precipitación, etcétera. Dado que se ubica en una intersección de regiones geográficas, Manhattan quizá tenía no sólo píceas de los bosques del norte, sino también magnolias de los bosques del sur, aves migratorias provenientes de rutas de vuelo cercanas e incluso peces tropicales procedentes de la corriente del Golfo que llegaban en el verano. En total, identificaron 55 comunidades ecológicas distintas. “Era un lugar con una diversidad increíble –afirma Sanderson–. Si la isla hubiera permanecido como estaba entonces, se habría convertido en un parque nacional como Yosemite o Yellowstone”. 


Después de identificar los ecosistemas de la isla, podían incluir la vida silvestre. Pero, ¿qué animales vivían en dónde? Para ser lo más preciso posible, el grupo de Sanderson llevó su investigación un paso más allá. Determinaron para cada especie requisitos esenciales para su hábitat. Una tortuga de pantano, por ejemplo, necesitaba una pradera húmeda, insectos y un lugar soleado donde calentarse, mientras un lince necesitaba conejos y un cubil donde criar a sus cachorros. “Nos preguntábamos una y otra vez qué necesita esto”, señala Sanderson. Posteriormente compilaron una lista para cada especie. A medida que formaban su base de datos, descubrieron una densa red de relaciones entre especies, hábitats y ecosistemas en la isla. Sanderson llamó a esta red Muir, en honor del naturalista estadounidense John Muir, quien alguna vez observó que “cuando tratamos de elegir algo por sí solo encontramos que está fuertemente ligado, por mil cuerdas invisibles que no pueden romperse, a todo en el universo”. En cierto sentido, Sanderson y su equipo intentaban hacer visibles esos millares de cuerdas.


Considera un castor que vivía en Times Square en 1609. Si lo levantaras por el cuello y lo sacaras de la red, hallarías cables que lo conectarían con un arroyo que serpenteaba lentamente, con los álamos temblones que roía y el lodo y las ramas que utilizaba para construir una madriguera. No sólo eso, también hallarías cables hacia linces, osos y lobos que dependen de él como presa, y hacia las ranas, peces y plantas acuáticas que vivían en el estanque que él ayudó a crear. “Resulta que el castor es un arquitecto del paisaje, igual que las personas –manifiesta Sanderson–. Haría falta para anegar el bosque, lo cual mata a los árboles que atraen a los pájaros carpinteros que excavan las cavidades que los patos arcoiris usan como refugio”. Sacar a un castor de la red perturba a muchísimos otros residentes, lo cual demuestra cuán importante resulta considerar un ecosistema como una red.


Cuando Sanderson y su equipo terminaron de compilar su base de datos, armaron una de las más detalladas reconstrucciones científicas de un paisaje que se haya intentado jamás; identificaron alrededor de 1 300 especies y por lo menos 8 000 relaciones que las vinculaban entre sí y con sus hábitats. Sin embargo, los mismos métodos que crearon un retrato de Mannahatta podían aplicarse a los parajes silvestres actuales, como la región del Gran Yellowstone, el bosque congolés o las estepas orientales de Mongolia. Si los científicos cuentan con un modelo de cómo interactúan un paisaje y las especies, pueden predecir mejor las repercusiones del cambio climático, la caza u otros factores de perturbación.


Para el Proyecto Mannahattan el siguiente paso era convertir todos estos datos en escenas realistas en tercera dimensión, como la que se puede ver en la parte superior de la página 68. Desde un principio, el objetivo de Sanderson había sido mostrar qué aspecto tenía cualquier punto de la ciudad actual, digamos, el puesto de taxis de la Séptima Avenida frente al Madison Square Garden hace unos 400 años (eran marismas situadas en el extremo de un bosque). Para lograr que sucediera, Markley Boyer, especialista en visualización, utilizó un programa para crear modelos en tercera dimensión para poblar cada escena creada digitalmente, manzana por manzana, con la combinación adecuada de robles, nogales americanos, arroyos, estanques y marismas de acuerdo con la base de datos de la red Muir. “Básicamente estamos utilizando el mismo tipo de software que se suele emplear en Hollywood para crear ejércitos digitales que marchan atravesando una planicie –especifica Boyer–, sólo que estamos generando miles de árboles en la proporción indicada para cada tipo de bosque”. Quienes visitan el sitio themannahattaproject.org pueden probar la máquina del tiempo al teclear cualquier dirección de Manhattan para ver qué aspecto tenía la manzana en ese tiempo remoto.


Este mes los neoyorquinos celebran el aniversario 400 de la visita de Hudson, y Sanderson espera que su proyecto –que ha crecido hasta incluir a más de 50 historiadores, arqueólogos, geógrafos, botánicos, zoólogos, ilustradores y especialistas en conservación de WCS y otras instituciones– estimule una nueva curiosidad sobre lo que existía en Manhattan antes de la llegada del explorador. “Me gustaría que todo neoyorquino supiera que vive en un lugar que tenía un ecosistema fabuloso –dice–. Que Nueva York no es sólo un lugar con arte, música, cultura y comunicaciones extraordinarios, sino un lugar con sorprendentes posibilidades naturales, aun cuando aquí debemos mirar con un poquito más de atención”.