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El amor en los tiempos del cólera de Gabriel García Márquez

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La epidemia de cólera morbo, cuyas primeras víctimas cayeron fulminadas en los charcos del mercado, había causado en once semanas la más grande mortandad de nuestra historia. Hasta entonces, algunos muertos insignes eran sepultados bajo las losas de las iglesias, en la vecindad esquiva de los arzobispos y los capitulares, y los otros menos ricos eran enterrados en los patios de los conventos. Los pobres iban al cementerio colonial, en una colina de vientos separada de la ciudad por un canal de aguas áridas, cuyo puente de argamasa tenía una marquesina con un letrero esculpido por orden de algún alcalde clarividente: LasciateognisperanzavoiMentrate. En las dos primeras semanas del cólera, el cementerio fue desbordado, y no quedó un sitio disponible en las iglesias, a pesar de que habían pasado al osario común los restos carcomidos de numerosos próceres sin nombre. El aire de la catedral se enrareció con los vapores de las criptas mal selladas, y sus puertas no volvieron a abrirse hasta tres años después, por la época en que Fermina Daza vio de cerca por primera vez a Florentino Ariza en la misa del gallo. El claustro del convento de Santa Clara quedó colmado hasta sus alamedas en la tercera semana, y fue necesario habilitar como cementerio el huerto de la comunidad, que era dos veces más grande. Allí excavaron sepulturas profundas para enterrar a tres niveles, de prisa y sin ataúdes, pero hubo que desistir de ellas porque el suelo rebosado se volvió como una esponja que rezumaba bajo las pisadas una sanguaza nauseabunda. Entonces se dispuso continuar los enterramientos en La Mano de Dios, una hacienda de ganado de engorde a menos de una legua de la ciudad, que más tarde fue consagrada como Cementerio Universal.

Desde que se proclamó el bando del cólera, en el alcázar de la guarnición local se disparó un cañonazo cada cuarto de hora, de día y de noche, de acuerdo con la superstición cívica de que la pólvora purificaba el ambiente. El cólera fue mucho más encarnizado con la población negra, por ser la más numerosa y pobre, pero en realidad no tuvo miramientos de colores ni linajes. Cesó de pronto como había empezado, y nunca se conoció el número de sus estragos, no porque fuera imposible establecerlo, sino porque una de nuestras virtudes más usuales era el pudor de las desgracias propias.

 

Pompeya de Robert Harris

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Atilio se encontraba casi al lado de las tuberías. De cerca resultaban más grandes de lo que había creído en la terraza. Eran de terracota. Dos. De casi medio metro de diámetro. Salían de la pendiente, atravesaban la rampa juntas, se separaban al llegar a la orilla y allí tomaban direcciones opuestas, a ambos lados de la pesquería. Cada una contaba con una tosca abertura de inspección —un trozo de tubería de medio metro cortado por la mitad—, y cuando llegó hasta ella vio que una había sido movida y mal repuesta en su sitio. Al lado había un cincel, como si quienquiera que lo había estado utilizando hubiera sido interrumpido.

Atilio se arrodilló y encajó la herramienta en la rendija, moviéndola hacia arriba y hacia abajo; luego la giró, de manera que consiguió espacio suficiente para poder meter los dedos bajo la tapa y levantarla. La apartó sin preocuparse de lo que pesaba. Tenía el rostro justo encima de la corriente de agua, y lo olió de inmediato. Aun liberado del estrecho espacio de la tubería, resultaba lo bastante intenso para producirle arcadas. El inconfundible olor a podrido. A huevos podridos.

El aliento de Hades.

Azufre.

Esta novela recrea los últimos días antes de la terrible erupción del volcán Vesubio, en Italia, en el año 79 d.C. y que sepultó a la ciudad de Pompeya bajo metros de cenizas. Uno de los personajes principales en la trama es el Aqua Augusta, el soberbio acueducto que surtía de agua al menos a nueve poblaciones alrededor de la bahía de Nápoles: Pompeya, Nola, Acerras, Atella, Nápoles, Puteoli, Cumas, Baias, Miseno.

¡Aguas con la salud! de Fernando Leyva Calvillo


“Si no es un libro fascinante, ni cuenta hechos increíbles, ni narra aventuras maravillosas, ni fábulas, y no aparecen seres fantásticos, entonces, ¿de qué trata?, ¿qué cuenta?, ¿de qué habla?” Pues habla, te diré, de cosas simples…, bueno…, no tan simples; de cosas de todos los días. Trata del agua y de la salud; de la antigua y cercana relación entre una y otra. Habla de cómo el agua y la salud están en nuestras vidas, toda la vida.

(...)

En resumidas cuentas este libro trata, pues, de lo que es el agua, de lo que hacemos o dejamos de hacer si la tenemos en casa o tenemos que acarrearla, de cómo y para qué la usamos. Trata de las enfermedades que produce, de la maneras en las que el agua –asociada a fenómenos naturales– afecta a los seres humanos, de cómo con nuestras actividades productivas la contaminamos y, desde luego, de la relación existente entre ella y la salud. Si al leerlo recuerdas conocimientos olvidados que habías aprendido en la escuela, en la calle y en los libros leídos a lo largo de tu vida, y si esos recuerdos se convierten en motivo para conocer e investigar más sobre el agua y la salud, los que participamos en su elaboración nos daremos por bien servidos.

 

 

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